El
incidente del acorazado Maine desencadenó la guerra hispano-norteamericana.
España no podía aceptar el ultimátum estadounidense, y la derrota no se hizo
esperar. Como consecuencia, todas las colonias tuvieron que ser entregadas al
país vencedor según el acuerdo alcanzado mediante la Paz de París.
Sin
embargo, las repercusiones inmediatas de la crisis fueron menores de lo
esperado. La crisis económica se hizo notar mucho más en Cuba que en la metrópoli.
En el territorio peninsular, los principales afectados fueron el textil catalán
y la industria vasca, que veían como perdían un mercado protegido. Además, la
isla suponía un lastre económico para España, por lo que la recuperación fue
rápida ya que bajó la inflación, el paro y la deuda pública, y el capital
español fue repatriado, motivo por el cual aumentó la inversión.
Tampoco
se produjo la esperada crisis política y el sistema de la Restauración
sobrevivió garantizando la continuidad del turno dinástica. No obstante algunos
nuevos gobiernos intentaron acometer medidas regeneracionistas, y se produjo un
auge de los movimientos nacionalistas que denunciaron la incapacidad del
gobierno para defender sus intereses.
Sea
como fuere, el principal daño fue moral e ideológico. A causa de la derrota la
sociedad quedó sumida en una profunda decepción tras la caída del mito del
Imperio español, al mismo tiempo que el resto de potencias europeas comenzaban
su expansión imperialista; España quedaba relegada a un papel secundario. En el
extranjero la prensa se burló del Estado español y criticaron la ineficacia de
su gobierno, la corrupción (parece que es endémica) y la incompetencia de los
políticos.
La
revolución de la Gloriosa había dejado una generación de intelectuales progresistas
descontentos que habían visto truncada la esperanza de modernizar el país, que
habían abandonado sus cátedras universitarias y se reunían en la Institución
Libre de Enseñanza. Algunos de estos intelectuales consideraban que la
influencia de la doctrina católica en la sociedad y la política españolas no
favorecía ni la modernización de la cultura ni el desarrollo de la ciencia. El
mayor exponente de este movimiento fue Joaquín Costa, autor del primer
documento de este examen y defensor del nacionalismo aragonés.
La
crisis agudizó la crítica regeneracionista, muy negativa con la historia de
España y su moral colectiva, que sostuvo la necesidad de enterrar las glorias
pasadas y regenerar el país, pues existía una degeneración de lo español.
Defendieron que había que mejorar la situación del campo español y elevar el
nivel educativo y cultural. Además, en la década de 1890 había comenzado una
renovación en la ciencia española. Asimismo, los escritores de la Generación
del 98 intentaron analizar el “problema de España” desde una perspectiva muy
crítica y pesimista. Siguiendo el corriente regeneracionista, consideraban que
había llegado el momento de la regeneración cultural, moral y social del país.
El
desastre del 98, aunque no destruyó el sistema, supuso su fin tal como lo había
concebido Cánovas de Castillo y la aparición de una nueva generación de
políticos, intelectuales, activistas y empresarios. Pero su política reformista
se vio eclipsada por el miedo a desestabilizar el sistema, que hizo que las
ansias se tradujeran en cambios mínimos que asegurasen la supervivencia de
este. Por otro lado, la derrota militar provocó una mala opinión generalizada
de la población sobre el ejército, ya que lo culpaban del desastre. En
consecuencia, una parte de los militares se inclinaron hacia el autoritarismo y
la intransigencia. Atribuían la culpa del desastre a la corrupción y fue
asentándose el sentimiento de que se necesitaba más presencia militar en
política para garantizar el buen funcionamiento del sistema. Esta presencia de
los militares y la permisividad con sus exigencias terminaría por desembocar,
en 1923, en la dictadura del general Miguel Primo de Rivera.