El oriolano Miguel Hernández, se mostró abierto a todas
las influencias literarias desde bien joven: la poesía tradicional en sus
etapas más tempranas, los escritores clásicos durante su aprendizaje y también
sus contemporáneos más afamados. De esta variada influencia, nace un estilo que
lo conducirá a la creación de un mundo poético propio. Los reflejos de estas
influencias en su obra son los siguientes:
En su primera etapa se siente influido el costumbrismo
regionalista, al que añade sentimentalismo, intimismo y complejidad (“¡En mi
barraquita!” [7] p.15). A esto se añade su identificación vital con la
naturaleza, realista pero presentada desde la óptica mística de San Juan. El Rayo que no cesa (1936) es una reelaboración pagana y sensual de la
poesía sanjuanesca, el petrarquismo de Garcilaso y el pesimismo de Quevedo.
Garcilaso y su amor cortés influirán en su poesía amorosa de la preguerra, pero
el poeta más alabado por Hernández será Góngora, de cuya influencia nacerá Perito en Lunas (1933), ejemplo de
poesía ultrapurista. De los poetas románticos (Bécquer, Espronceda y Zorrilla)
tomará su tono épico, revitalizado en Viento
del pueblo (1937).
En cuanto a sus contemporáneos, su
poema “Pastoril” es un ejemplo de imitación del modernismo de Rubén Darío. Sin
embargo, a quien más admira por su fina sensibilidad, es a Juan Ramón Jiménez,
cuya nostalgia es evidente en “Eternidad” y “Piedras Milagrosas”.
Respecto al vanguardismo,
simplemente se acerca al surrealismo en algunas ocasiones, como Perito de Lunas, con cierto grado de
irracionalidad surrealista, el poema “Guerra”, que recuerda a las sensaciones
captadas por Picasso en el Guernica y la época de El rayo que no cesa, que es la etapa central de sus incursiones
surrealistas (el poema “Sonreídme”). Con el estallido de la Guerra Civil, esta
técnica carece ya de interés para Hernández, que la abandonará en favor de la
poesía popular, de gran claridad expositiva.
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