La
revolución de la “Septembrina” se debió a una conjunción de factores tanto
económicos como políticos. Desde la
perspectiva política, los gobiernos moderados llevaban varios años gobernando
con excesivo autoritarismo (a base de decretos y cerrando las Cortes), e
incluso habían intentado imponer una dictadura tecnocrática (la de Bravo
Murillo), aunque cierto sector de los moderados se opuso, evidenciando la
fractura interna del partido. El descontento se extendía a amplias capas
sociales, desde los grandes negociantes que querían salvar sus inversiones en
Bolsa, hasta los obreros y campesinos que denunciaban su miseria. Además, la Corona apoyaba a los moderados,
dejando al resto de fuerzas políticas en la absoluta marginación y abocándolas
a la conspiración.
Como
consecuencia, progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende en 1867
estableciendo las líneas de actuación que seguirían (inicar una revolución,
acabar con la monarquía isabelina y dejar la elección del nuevo sistema de
gobierno en manos de unas Cortes constituyentes). Meses más tarde los
unionistas se adherirían al pacto con lo que aportaron gran parte de la cúpula
del ejército.
En
el ámbito económico, desde mediados de la década de 1860 se vivía la primera
gran crisis internacional del sistema capitalista, que en España confluía con
una crisis industrial y otra de suministros.
La
crisis financiera en España se debió sobre todo al fiasco de los ferrocarriles.
Estos habían dado menos beneficios de lo esperado y las empresas explotadoras
exigían subvenciones del Estado. Este era incapaz de pagarlas debido a una
terrible devaluación de la moneda (en 1868, 100 reales costaban 33 en la
Bolsa). La banca privada también se vio afectada y canceló créditos a
particulares y empresas, desencadenando la alarma social.
Además,
la Guerra de Secesión estadounidense había hecho descender la exportación de
algodón en lo que se conoció como el “hambre del algodón” y su precio se
disparó. Esto fue un problema para la industria algodonera catalana, que veía
como la materia prima subía de precio mientras la demanda del producto caía en
picado a causa de la crisis de subsistencia. Algunas de las empresas más
pequeñas, no pudieron resistir la subida de precios y tuvieron que cerrar,
dejando a muchos trabajadores en la calle.
Por
último, una serie de malas cosechas de trigo había disparado los precios (desde
1865 hasta 1867 subieron un 65%, y en 1868 costaba el doble que tres años
antes). Otros productos básicos para la
población española como el arroz, el pan y el bacalao se encarecieron también.
La
penosa situación económica no tardó en reflejarse en las clases populares. En
el campo el hambre desencadenó violentos conflictos; en la ciudad, muchos
trabajadores se vieron abocados al paro y las clases obreras perdieron poder
adquisitivo. La revolución era inminente.
Cuando
triunfó, unionistas y progresistas establecieron un gobierno provisional sin el
consenso de las Juntas revolucionarias y ordenaron disolverlas y desarmar a la
Milicia Nacional para poner fin a la revolución. Se promulgaron una serie de
decretos encaminados a calmar la agitación popular como la libertad de
imprenta, de reunión y de asociación, el sufragio universal masculino, etc., y
se convocaron elecciones a Cortes constituyentes según lo acordado en el Pacto
de Ostende.
La
victoria fue para la coalición de progresistas, unionistas y parte de los
demócratas, y se elaboró una nuevo Constitución, democrática, que establecería
las bases de la nueva etapa política. La carta magna definía España como un
Estado monárquico, y en ausencia de un
rey, la regencia recayó en Serrano y la presidencia del gobierno en Prim. La
búsqueda de un nuevo monarca dio con Amadeo de Saboya, pero este gobierno tuvo
que afrontar muchos más problemas: el descontento de los republicanos, la
vuelta de los carlistas, y la penosa situación económica que arrastraba España
desde los últimos años del reinado de Isabel II.
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