El nacimiento de la hija del rey
Fernando VII, Isabel, fue el desencadenante de una profunda disputa que
condicionaría la política española en los años siguientes. En un principio,
dado que Isabel era mujer, la herencia del trono español, recaía sobre Carlos
Mª Isidro, hermano del rey y defensor del absolutismo. Sin embargo, la reina
María Cristina convenció a su marido para que, mediante la Pragmática Sanción,
revocase la Ley Sálica y su hija pudiese reinar.
Este hecho propició la aparición
de dos frentes: por un lado, los carlistas se agruparon en torno a Carlos. Eran
sobretodo miembros del clero y de la pequeña nobleza agraria, así como una gran
base social campesina. Bajo el lema “Dios, Patria y Fueros”, defendían el
Antiguo Régimen: monarquía absoluta, los privilegios de la Iglesia, etc. Por
otro lado, los isabelinos estaban formados en sus inicios por parte de la alta
nobleza, funcionarios y algún que otro sector eclesiástico, aunque más tarde se
unieron los liberales.
La intención del Consejo de
gobierno (Fernando VII había determinado en su testamento la creación de ésta
para asesoras a la regente María Cristina) era llegar a un acuerdo con los
carlistas. El consejo estaba presidido por Cea Bermúdez, absolutista moderado
que pretendía implantar el despotismo ilustrado. La única reforma de este
gobierno fue la división provincial de España, con el objetivo de poner fin a
la falta de uniformidad y el solapamiento de poderes del Antiguo Régimen. Sin
embargo, el acuerdo con los carlistas fue imposible y la única solución, la
guerra.
Para ello se necesitaba buscar
apoyos, y algunos militares y asesores de la reina le aconsejaron que buscase
la adhesión de los liberales a la causa isabelina. Esto se materializó en un
gobierno liberal, el de Martínez de la Rosa, que llevó a cabo algunas reformas,
aunque también muy limitadas. Destaca la elaboración del Estatuto Real de 1834:
unas normas para convocar Cortes que seguían siendo iguales que en el Antiguo
Régimen, aunque ligeramente adaptadas a los nuevos tiempos.
Se hizo evidente que las
reformas eran insuficientes, y los liberales progresistas, que no se veían
representados por el gobierno de Martínez de la Rosa, protagonizaron una serie
de revueltas urbanas en verano de 1835 y 1836. Se asaltaron e incendiaron
conventos y se redactaron proclamas demandando la reunión de Cortes, la reforma
de la Ley Electoral, más libertades, la extinción del clero regula y el reclutamiento
de 200000 hombres para luchar contra los carlistas.
La necesidad de apoyo contra los
carlistas llevó a la regente a entregar el gobierno a Mendizábal, de ideología
progresista. Éste reformó rápidamente el Estatuto Real e inició la famosa
“Desamortización de Mendizábal” para conseguir dinero y financiar la guerra
contra los carlistas. El clero se vio seriamente amenazado por esta medida e insistió
a la reina para que lo destituyera. En verano de 1836 lo hizo y entregó las
riendas a Calatrava, también progresista.
Por otro lado, estallaron
revueltas exigiendo la vuelta a la Constitución de 1812. Se quemaron conventos,
los sargentos de La Granja se levantaron, y ante tantas presiones la reina tuvo
que acceder a restablecer dicha constitución. El nuevo gobierno progresista
iniciaría una serie de medidas encaminadas a desmantelar el Antiguo Régimen
como la reforma agraria liberal, la liberalización del mercado, la abolición de
los diezmos, etc. que culminaron con la elaboración de una nueva Constitución:
la de 1837.