Tras la proclamación de la
República se convocaron elecciones a Cortes constituyentes en junio de 1931,
que inmediatamente designaron una comisión encargada de elaborar una nueva
Constitución que sería aprobada en diciembre de ese mismo año.
La Constitución de 1931 era muy
avanzada para su tiempo. España se definía como una República democrática de
trabajadores organizada en régimen de libertad y justicia, y el poder
legislativo residía en unas Cortes unicamerales con atribuciones muy amplias.
El poder ejecutivo recaía en el gobierno, formado por el Consejo de Ministros y
el jefe de gobierno, así como el presidente de la República, cuya finalidad era
la representación institucional y la jefatura del Estado. El poder judicial
dependía de unos jueces independientes.
La declaración de derechos y
libertades era amplia y mostraba preocupación por temas sociales. Se garantizaba
la igualdad absoluta ante la ley y en el acceso a la educación y al trabajo,
así como la no discriminación por origen, sexo o riqueza. El gobierno podía
expropiar bienes de utilidad social y el trabajo quedaba definido como una
obligación social. Se establecía el voto desde los 23 años y por primera vez se
incluía a las mujeres. El Estado era declaradamente laico, al no declarar
ninguna religión como oficial y reconocer el matrimonio civil y el divorcio.
En lo que duró el bienio de
izquierdas el gobierno de Manuel Azaña impulsó una serie de reformas que
pretendían modernizar y democratizar España, de las cuales destacan tres.
La reforma agraria fue la de
mayor envergadura. Sus objetivos eran poner fin al latifundismo (en Andalucía,
Castilla y Extremadura la mitad de las tierras pertenecían a unos pocos
propietarios) y mejorar las condiciones de vida de los campesinos. Era una
reforma esencial dado el gran peso que tenía la agricultura en la economía
española (en 1931 la mitad de la población se dedicaba a ella).
Una serie de primeros decretos
tuvieron como objetivo proteger a los campesinos sin tierra y a los
arrendatarios: se prohibió rescindir los contratos de arrendamiento, se
estableció la jornada laboral de 8 horas y salarios mínimos, y se obligó a los
propietarios a poner en cultivo todas las tierras aptas. Sin embargo, la más
importante fue la Ley de Reforma Agraria, cuya aplicación correspondía al
Instituto de la reforma agraria, y por la cual se podía proceder a la
expropiación sin indemnización de las tierras de los grandes de España, y las
tierras mal cultivadas, con arrendamientos sistemáticos o mal regadas podían
ser expropiadas sin indemnización.
Los resultados iniciales fueron
escasos porque se expropió y se asentó menos debido a la complejidad de la ley,
la lentitud y las deficiencias de la burocracia, la falta de presupuesto para
hacer frente a las indemnizaciones y la resistencia ejercida por los
propietarios. Esto hizo crecer la tensión social, pues los propietarios se
aliaron con los enemigos de la República al tiempo que los campesinos se
revolucionaban al ver que sus aspiraciones no se cumplían.
La segunda reforma de mayor
envergadura fue la religiosa, que perseguía limitar la influencia de la Iglesia
y secularizar España. El primer ámbito de actuación fue la Constitución, y más
tarde se procedió a secularizar los cementerios y se prohibió a las órdenes
religiosas dedicarse a la enseñanza. La Ley de Congregaciones (1933) limitaba
la posesión de bienes a las órdenes y contemplaba la posibilidad de disolución
en caso de amenaza para el Estado. En consecuencia, la compañía de los jesuitas
fue acusada de depender de un poder extranjero (por su cuarto voto de
obediencia al Papa), y se procedió a su disolución y a nacionalizar sus bienes.
Buena parte de los sectores católicos la consideraron como una agresión al
catolicismo. Las discrepancias se acentuaron a raíz de los movimientos
populares anticlericales del 11 y 12 de mayo de 1931. La jerarquía eclesiástica
mostró su antagonismo y movilizó a los católicos en contra de la República.
Por último tenemos la reforma
del Estado centralista. Esta era una cuestión pendiente en la vida política
española, pues las aspiraciones de autonomía de las regiones no castellanas
habían ido en aumento desde el desastre del 98.
En Cataluña, el mismo 14 de
abril se había proclamada la República Catalana, que iba en contra del pacto de
San Sebastián, por lo que se negoció con Cataluña, consiguiendo anular la
proclamación a cambio de que se constituyese la Generalitat, que elaboraría un
Estatuto de Autonomía (Estatut de Núria). Este fue aprobado en referéndum por
los catalanes con un apoyo del 99%, y fue enviado a las Cortes. La Constitución
proporcionó un marco legal para el estatuto aunque recortaba algunas
competencias. Además, fue aprobado en septiembre de 1932 gracias al empeño del
presidente Azaña, porque la derecha y algunos republicanos se opusieron
fuertemente. Desde ese momento Cataluña contaba con gobierno y parlamento
propios, competencias en economía, sociedad, educación y cultura, y el catalán
era declarado lengua cooficial. Las primeras elecciones fueron ganadas por ERC
y Francesc Macià fue elegido presidente.
En el País Vasco, el PNV y los
carlistas habían aprobado en junio de 1931 un proyecto de Estatuto (Estatuto de
Estella), cuya aprobación se retrasó indefinidamente debido a la oposición de
republicanos de izquierdas y socialistas, que lo consideraban en exceso
confesional, antidemocrático e inconstitucional. En octubre de 1936, con la
guerra iniciada, se aprobó uno fruto del consenso entre nacionalistas,
republicanos y socialistas.
Finalmente, en Galicia, debido a
la poca conciencia nacionalista, el proyecto de elaboración del Estatuto fue
muy lento. En junio de 1936 se sometió uno a plebiscito, pero no pudo ser
aprobado por el estallido de la guerra.
A parte de estas reformas, la
del ejército, la educativa, la cultural y las reformas laborales vinieron a
completar el nuevo marco legal del bienio de izquierdas.