Tras la proclamación
de la Segunda República Española el día 14 de abril de 1931, se constituyó un
gobierno provisional en el que participaron los firmantes del Pacto de San
Sebastián, y se inició un período constituyente que culminó con la aprobación
de la Constitución Republicana, en diciembre de 1931, tras seis meses de
elaboración e intensos debates.
La Constitución de 1931 fue sin
duda la más avanzada de su tiempo. Derrochaba democracia y progresismo,
evidentes en el artículo primero, que definía España como “una República de
trabajadores de todas las clases que se organiza en un régimen de Libertad y
Justicia”, y se establecía que el poder
emanaba del pueblo; soberanía nacional en el máximo apogeo conocido hasta el
momento.
Dicha Carta Magna, establecía
que el Estado se configurada de forma integral, pero se permitía la posibilidad
de constituir gobiernos autónomos en algunas regiones y municipios. El poder legislativo recaía plenamente sobre
unas Cortes unicamerales con atribuciones muy amplias. El poder ejecutivo
residía en el gobierno, formado por el Consejo de Ministros y el jefe de
gobierno, así como el Presidente de la República, cuya finalidad era la
jefatura del Estado y la representación institucional. El poder judicial, se
encomendaba a los jueces que debían ejercer con absoluta independencia.
La declaración de derechos y
libertades era amplísima. La igualdad absoluta ante la ley, en el acceso a la
educación y al trabajo, así como la no discriminación por motivos de origen,
sexo o riqueza quedaban garantizadas. El gobierno tenía la potestad para
expropiar bienes de utilidad social, y el trabajo se definía como obligación
social. Se establecía sufragio universal a partir de los 23 años y por primera
las mujeres podían votar. Además, el estado se manifestaba como claramente
laico, al no declarar ninguna confesión oficial y legalizar el matrimonio civil
y el divorcio.
A pesar de que fue aprobada por una amplia
mayoría (368/464 votos), la Constitución no consiguió el consenso entre todas
las fuerzas políticas y suscitó grandísimas discrepancias entre los sectores de
la izquierda y la derecha, anquilosada por naturaleza, sobre todo en cuanto a
la cuestión religiosa y a la posibilidad de romper la tan defendida “unidad de
España”. Tal fue la división que se produjeron dimisiones en el mismo
ejecutivo, y Manual Azaña se convirtió en nuevo jefe de gobierno, al tiempo que
Alcalá Zamora se convertía en Presidente de la República.
Durante los siguientes dos años
de gobierno de la coalición republicano-socialista (bienio de izquierdas), se
vieron sometidos a un desgaste continuo. En primer lugar, tuvieron que afrontar
la coyuntura económica desfavorable a consecuencia del crack del 29, que
sucedió a los tiempos de bonanza de la dictadura de Primo de Rivera. La
política económica del nuevo gobierno agravó los ya de por sí fastidiosos
problemas internos crónicos de España. El aumento de los salarios hizo
descender los beneficios empresariales, y el descontento y la desconfianza hicieron
derrumbarse a la inversión privada. La política de reducción del gasto público
terminó por hundir aquellos sectores que dependían de la inversión, tanto
pública como privada.
La conflictividad social fue en
constante aumento debido a la lentitud con la que se aplicaron las reformas
demandadas por los trabajadores, que sumidos en el desencanto y arengados por
los sindicatos protagonizaron numerosas huelgas generales, ocupaciones de
tierras e intentos revolucionarios para derribar al orden burgués. Muchas
revueltas, como la de Casas Viejas en Andalucía, terminaron en una dura
represión por parte de la Guardia Civil.
Todos estos hechos fueron
utilizados por la derecha que se estaba organizando para desprestigiar al
gobierno de izquierdas. En el fondo, todo estaba orquestado por las élites
económicas, sociales e ideológicas (Iglesia, ejército, grandes empresarios…)
que veían peligrar sus seculares privilegios. El centro-derecha se reestructuró
en torno al Partido Radical, la CEDA fue ganando adeptos, y Renovación
Española, la Comunión Tradicionalistas, las JONS y la Falange de Miguel Primo
de Rivera contribuyeron a crear un clima de crispación social en el que se
produjo un conato de golpe de Estado por parte del general Sanjurjo (agosto de
1932).
En medio de este clima, Manuel
Azaña dimitió y Alcalá Zamora disolvió las cortes y convocó elecciones para un
mes más tarde, el 18 de noviembre de 1933. La izquierda se presentó desunida e
importantes masas obreros se abstuvieron a petición de la CNT. La derecha se
presentó, esta vez, unida, por lo que la victoria fue para los partidos de
centro-derecha. El Partido Radical y la CEDA obtuvieron los mejores resultados,
pero el presidente de la República, reacio a las ideas extremistas y antirrepublicanas
de la CEDA, optó por otorgar el gobierno al partido de Lerroux exclusivamente.
Daba comienzo así, el Bienio Negro.